Vuelven los falsos transportistas autónomos al Tribunal Supremo: el presente (y el futuro) se escriben cada vez más en pasado

Cuando todo el foco de interés mediático, dentro y fuera de nuestras fronteras (un tribunal de Torino acaba de sentenciar que los repartidores de comida de una plataforma digital llamada Foodora, de titularidad alemana, «son autónomos»), se centra en si los prestadores de servicios en las plataformas digitales son (falsos) autónomos o (verdaderos) trabajadores, aparentando que estamos en una nueva época, la realidad cotidiana, plasmada a golpe de sentencia, nos revela que hay más «tradición» que «modernidad». La Sentencia del Tribunal Supremo, Sala 4ª, de 18 de mayo de 2018 vuelve a pronunciarse sobre el sentido y alcance de una exclusión «constitutiva» del ámbito del Derecho del Trabajo producida en 1994, muy polémica en su día: los transportistas del artículo 1.3 g) del Estatuto de los Trabajadores (avalada, con una muy discutible argumentación, por la Sentencia del Tribunal Constitucional 227/1998, de 26 de noviembre). Y lo hace siguiendo una dirección de política jurisprudencial del derecho claramente restrictiva de las exclusiones legales y, por lo tanto, netamente expansiva de la razón protectora de la norma laboral, en  línea con otras sentencias recientes sobre las más diversas situaciones de «falsos autónomos».

No se trataría, pues, como expresa con acierto el profesor Antonio Álvarez Montero en su atinado análisis de actualidad sociolaboral del número de julio de 2018 de la RTSS.CEF, de un «nuevo yacimiento de falsos autónomos», sino del regreso a viejas fórmulas y situaciones (cooperativas de trabajo asociado, mensajeros, transportistas aparentemente autónomos, etc.) que no hacen sino actualizar el persistente vigor de viejas técnicas jurídicas de prohibición del abuso (del contrato, de la sociedad con personalidad jurídica autónoma, etc.). En definitiva, una vez más, pese al afán que tantos gurús de la «nueva economía» ponen en la modernidad de nuestro tiempo en materia de producción, organización y gestión de actividades y empleos, típicos de todo un nuevo siglo, el siglo XXI, la realidad muestra su pertinaz tozudez y nos pone de manifiesto cuánto le cuesta «morir a lo viejo» y cuánto más le cuesta «vivir a lo nuevo». Cuanto más anhelamos escribir el porvenir con optimismo, más lastre del pasado hallamos en el presente y, lo que es peor, en parte del futuro. En todo caso, una vez más, nada del futuro está predeterminado, ni siquiera digitalmente, en el ser y el existir humano, por lo que el necesario realismo a la hora de afrontar las (pretendidas y auténticas) novedades de nuestro tiempo siempre debe ir acompañado de un razonable optimismo sobre el papel de las decisiones democráticas para procurar un estándar de trabajo decente para toda la ciudadanía –o para la gran mayoría, incluida la población inmigrante y/o refugiada–, cualquiera que sea el número de «revolución industrial» en que se encuentre.